¿Libre comercio? “Al infierno con eso"
Por Álvaro García Linera
libre
¿Libre
comercio? “Al infierno con eso"
Por Álvaro
García Linera
25
de febrero de 2023 - 00:51
El
presidente norteamericano Joe Biden es un católico confeso. Asiste
regularmente a los oficios religiosos de su congregación y, como
todo presidente de EEUU, ha jurado a su cargo colocando su mano en la
biblia. Por eso, se puede decir que sabe de la carga moral negativa
que tiene entre los suyos la palabra “infierno”. Es lo execrable
por antonomasia; lo que hay que rechazar sin apelación. De lo que
hay que huir en cada acto personal.
Y
ese es el calificativo que ha decidido utilizar para rechazar los
reclamos de libre comercio por parte de sus socios europeos. El 27 de
enero del 2023, una reunión con sindicatos en Springfield ha
declarado: “Señoras y señores, estamos siendo criticados
internacionalmente por centrarme demasiado en América. Al infierno
con eso. La cadena de suministro va a comenzar aquí... no termina
con nosotros”. En la simpleza del párrafo, hay todo un programa de
política económica. Claro, durante los últimos 40 años, bajo el
lema de “eficiencia”, las cadenas de suministros de la producción
de bienes se descentraron de las grandes potencias (excepto
Alemania), para iniciarse y prolongarse allí donde los salarios eran
más bajos, los derechos laborales inexistentes y los impuestos
mínimos. Esto llevó a que se “mundializaran” los eslabones de
las actividades productivas, convirtiendo a EEUU y Europa en un gran
supermercado de consumo final de productos elaborados en China,
India, México, Singapur, Taiwán, etc. Fueron los “años dorados”
del libre comercio y las “ventajas comparativas”.
Pero
ahora esa ideología globalista se muestra decrépita y cansada; el
crecimiento económico de las grandes potencias occidentales está en
declive. Sus clases medias y laboriosas han vistió por décadas
estancados sus ingresos. La glotonería de su población sustentada
en la importación de productos baratos ha entumecido su sistema
productivo y ha permitido el ascenso de potencias orientales
dispuestas a disputar el liderazgo mundial. Y, lo peor, el desafecto
de sus electores con los relatos cosmopolitas se ha vuelto
directamente proporcional a la grosera desigualdad que golpea sus
bolsillos. El humor colectivo ha cambiado. El optimismo histórico ha
dado paso al enojo, la decepción y la incertidumbre.
El
fenómeno Trump y su banda de asaltantes de parlamentos fueron un
síntoma que ha golpeado el orgullo de una nación que se creía la
protectora universal de la democracia. Y Biden lo sabe perfectamente.
Por ello la invocación al hogar de satán, anteriormente reservada
para condenar a comunistas y musulmanes radicales, ahora él la usa
para defenderse de sus “aliados” globalofílicos. No es otro
síntoma de senilidad. Es el proyecto de un nuevo modelo de organizar
la economía.
A
mediados del 2022, la administración Biden ha aprobado dos leyes
contra la inflación y el cambio climático que moviliza 465.000
millones de dólares en subvenciones para la industria local. Se
trata de las leyes Reduction
inflation Act (IRA),
y la Chips
and Cience Act (CHIPS)
que subsidian, la primera, con 52.000 millones de dólares a los
empresarios que instalen en suelo norteamericano fábricas de
microprocesadores (FABS); y la segunda, que subvenciona con 7.500
dólares a cada comprador estadounidense de vehículos eléctricos
fabricados en y con componentes hechos en EEUU.
Debido
a ello, en un artículo en Project
Syndicate del
22 de diciembre, Anne Krueger, exejecutiva en jefe del Banco Mundial,
se lamentaba del ya inevitable “colapso del sistema de comercio
internacional” por esta desatada guerra de impuestos y
subvenciones; primero entre EEUU y China, y ahora entre EEUU y
Europa. Y no es para menos, pues en el 8 de diciembre del 2022, el
representante de EEUU ante la Organización Mundial del Comercio
(OMC), Adam Hodge, rechazó las conclusiones a las que llegó dicha
institución en torno al reclamo de China contra las barreras
arancelarias erigidas por el Estado norteamericano a sus
exportaciones de aluminio y acero. Y el razonamiento fue inequívoco
en cuanto a las premisas del nuevo tiempo: “La administración
Biden se compromete a resguardar la seguridad nacional de los EEUU al
garantizar la viabilidad de largo plazo de nuestra industria del
acero y el aluminio, y no tenemos la intención de eliminar los
aranceles”.
Qué
lejos han quedado las frasecitas de “eficiencia de costos”,
“ventajas comparativas” o “cero barreras arancelarias” con
las que se mundializaron las cadenas de valor. Hoy, la “seguridad
nacional”, “nuestras industrias”, “friendshoring”,
“subvenciones”, “soberanía energética”, etc., son las
nuevas banderas de un neoproteccionismo emergente en las decisiones
de las potencias capitalistas. A decir del apesadumbrado editorial
del The
Economist del
12 de enero del 2023, “la ganancia nacional ha regresado”. No es
el fin de la globalización, sino su ralentización, fragmentación
geopolítica y supeditación a las exigencias del mercado interno.
Quien
ha conceptualizado de manera pragmática los perfiles de este nuevo
“consenso de Washington”, es el premio nobel Paul Krugman. En su
artículo del 12 de diciembre último del New
York Times,
sin esconder su alegría, escribía: “Biden está cambiando
silenciosamente los cimientos básicos del orden económico mundial”
al subsidiar la producción nacional de semiconductores, de energía
limpia y al limitar el acceso de China a tecnología avanzada. Afirma
sin complejos que se trata de un nuevo tipo de “nacionalismo
económico”, lo cual no le preocupa. Es más, ante la pregunta que
él mismo se hace de si todas estas medidas pueden llevar a que
“crezca el proteccionismo en el mundo”, se responde: sí. Podía
haber dicho “sí y que”, o en sintonía bíblica con el
presidente Biden “sí y qué diablos”, pero quizá sus pruritos
académicos se lo impidieron. Pero el énfasis normativo es el mismo.
El espíritu proteccionista ha iniciado su nuevo ciclo.
El
World Economic Forum de Davos de enero del 2023, donde se reunieron
líderes empresariales, elites políticas e intelectuales mainstream,
no ha podido eludir la conmoción de estos nuevos vientos. P.
Gelsinger, presidente ejecutivo de Intel, el mayor fabricante de
microprocesadores del mundo admitía que para la industria “fue un
error” ser dependiente de Asia. A su turno, la directora del FMI,
Kristalina Georgieva, en su intervención del 19 de enero, reconocía
que la globalización fue complaciente con los “ganadores” pero
no hizo lo suficiente por los “perdedores”, que son la mayoría;
y ahora, “el apoyo público a una economía global interconectada
se ha debilitado”.
Aunque
con más lentitud e hipocresía, Europa comienza a bailar el mismo
ritmo proteccionista. Primero fueron la retirada del Reino Unido de
la Unión Europea y el veto de algunos países a la tecnología China
5G. Luego, el 2022, la manipulación del mercado de gas, al desplazar
el más barato, el ruso, por mayor producción local de carbón,
energía nuclear y el gas norteamericano, mucho más caro. La
geopolítica de contención de Rusia y China está por encima de la
“mano invisible” del mercado. Luego Francia nacionaliza la mayor
empresa energética de Europa; España pone tope a las tarifas
eléctricas, Alemania dispone 200.000 millones de euros para
subvencionar el precio del gas a su población, y el ex primer
ministro Brown, conocido socialdemócrata globalista, llama a
nacionalizar el sistema de generación eléctrico de Gran Bretaña.
Finalmente, el 17 de enero del 2023, la audiencia de Davos será
aprovechada por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der
Leyen, para sentenciar que Europa también va a fomentar a su “propia
industria de energía limpia”. Incluso habló de la posibilidad de
un nuevo paquete de “fondos soberanos” para proteger a sus
inversores. Hay desesperación para impedir un éxodo de industrias
europeas detrás de las subvenciones norteamericanas. Como lo
sentenciaba Larry Flink, director de Blackrock, el mayor fondo de
inversiones del mundo, estamos presenciando “el fin de la
globalización que vivimos las últimas tres décadas”.
Hace
79 años y a raíz de los efectos del liberalismo decimonónico que
condujeron a la depresión de 1930 y al fascismo, Karl Polanyi, en su
obra La
Gran Transformación reflexionó
sobre este péndulo entre proteccionismo y librecambio en la dinámica
de la sociedad moderna. La denominó el “doble movimiento” que
llevaba a que la continua expansión del mercado, que a la larga
destruía el tejido social, fuera contrarrestada por un movimiento
contrario de defensa de la propia producción, la naturaleza y la
sociedad.
Ya
sea que se trate de la fase descendente de una “onda larga”
Kondratiev, de procesos cíclicos entre mercado autorregulado
contrarrestado por la defensa de la sociedad o una demonización
presidencial, lo cierto es que un nuevo tipo de proteccionismo
molecular comienza a apoderarse de parte las políticas públicas
planetarias. Lo cómico en estos tiempos de inflexión histórica es
ver a los fósiles criollos del liberalismo latinoamericano repetir
con fe cuasi religiosa el deshilachado mantra neoliberal del “Estado
mínimo”, “austeridad pública”, privatización y libre
mercado. Son patéticos espectros melancólicos de un mundo “que el
viento se llevó”. Y que, si por alguna tragedia social regresa
temporalmente, solo lo podrá hacer cabalgando el odio y la violencia
infernal.
*
Exvicepresidente de Bolivia.